
Alberto Mateos
Me complace poder cumplir mi parte del trato con el lector o lectora del primer número de esta revista en el que, como recordaréis, me comprometí a comparar mi primer permiso de paternidad de trece días con el que me correspondía por el nacimiento de mi hija que aún no había disfrutado, y que sería de cinco semanas.
Pues bien, tal y como predestinaba pude “enterarme” de algo más que en el primer permiso, pero resultó igualmente insuficiente, ya que las cinco semanas se quedan muy cortas en comparación con la cantidad de trabajo y atenciones que requiere una criatura, cuya edad se cuenta por semanas, a lo que hay que añadir que la mayor parte de mis esfuerzos tuvieron que centrarse casi en exclusiva en atender y cuidar de mi hijo mientras mi pareja hacía lo propio con la pequeña.
Sin esperarlo, esta etapa me sirvió para pasar mucho más tiempo junto a Adán, tiempo que, por otra parte, yo sentía que le debía y, siendo esta la mejor manera de repartirnos las responsabilidades, puedo decir que mi permiso de paternidad fue fructífero, aunque, insisto, muy corto.
Esta vez prefiero no extenderme en los pormenores de mi “segunda paternidad”, ya que la lucha por unos permisos de paternidad y maternidad dignos, igualitarios y coherentes, es una lucha de muchas y se empiezan a ver resultados con las mejoras conseguidas a través del Real Decreto aprobado para ampliar los permisos y equiparar progresivamente los de ambos progenitores, comenzando este año con 8 semanas para el progenitor distinto a la madre biológica.
Con el convencimiento de que seguiremos avanzando para, una vez equiparados, ampliar ambos permisos por encima de las 16 semanas, creo que me puedo permitir centrarme en otra lucha igualmente necesaria, pero aún muy desconocida y de la que en las últimas semanas hemos tenido conocimiento, como casi siempre, por una mala noticia. Me estoy refiriendo a la violencia obstétrica y al caso de Oviedo.
Técnicas y maniobras
Según la Organización Mundial de la Salud, este tipo de violencia es la que sufren muchas mujeres en todo el mundo durante su atención al parto. Recomiendo la lectura de la declaración de dicha institución para la erradicación de estas prácticas irrespetuosas entre las que se cuentan: episiotomías, cesáreas programadas o selectivas, partos inducidos innecesariamente, sometimiento de la mujer ante la figura masculina del médico o si se prefiere ante una visión machista de la medicina, así como otras prácticas invasivas como la maniobra de KrisTeller (presión en el fondo uterino durante el parto, o para entendernos mejor tratar a la barriga de la madre como un balón hinchable), la maniobra Hamilton (tacto vaginal con movimiento circular del dedo para inducir el parto) o la amniorexis (rotura de bolsa de forma artificial como procedimiento rutinario).
Aunque existen muchas otras técnicas que no he nombrado y que pueden ser consultadas a través de autoras como Ina Maygaskin, enfermera y matrona; Ivone Olza, médica psiquiatra y cofundadora de El parto es nuestro; o en los libros del ginecólogo Michel Odent, me gustaría detenerme en la maniobra Kristeller, llamada así en honor a su creador, un ginecólogo alemán que en 1867 publicó un estudio sobre la asistencia manual para empujar al feto. Sí, han leído bien, una técnica del siglo XIX que se utiliza en hospitales del siglo XXI… pero parir en casa es de locas. El caso de Oviedo es, para quienes no estén al corriente, el de una madre que estando de 42 semanas decide que no va a someterse a la inducción a la que la requiere el hospital, ya que tiene planificado y contratado un equipo de profesionales para parir en casa. Dicho hospital denunció el caso y la magistrada del juzgado de guardia emitió una orden judicial por la que se procedió a la detención de la madre, que estaba de parto, cuando apareció la policía en su casa. De hecho, les abrió la matrona que ya la estaba atendiendo, y fue trasladada forzosamente al hospital donde finalmente se le practicó una cesárea.
Para hablaros de este tipo de violencia que se ejerce contra las mujeres, me centraré en nuestra propia experiencia, ya que del caso de Asturias que acabo de mencionar no conozco todos los detalles y los que conozco son a través de los medios de comunicación, no obstante algunos me han llamado bastante la atención. Como, por ejemplo, que en varios periódicos o revistas de tirada nacional como El País o la revista Mi Bebé, finalicen la noticia recordando que el año pasado murió un menor en Vigo después de que la madre decidiese parir en casa. Me llama también la atención que no haya muerto ningún bebé en el hospital en todo ese año, o ¿quizás se les pasa mencionarlo? ¿Casualidad?
Sorpresas
Igualmente me sorprende el tufo a culpabilidad que impregnan la mayoría de las noticias sobre la madre. ¿De verdad piensan que una futura madre primeriza (dato que algún medio se encarga de realzar) decide, probablemente en contra de familiares y amistades, gastarse de dos a tres mil euros en parir en casa, mientras ve con su pareja un nuevo capítulo de Juego de Tronos? ¿No creen que esta decisión responderá más bien a horas y horas de diálogo, de lectura y de asesoramiento en busca de lo mejor para ella y su bebé? Pienso que esa madre es la principal interesada en proteger y cuidar a su criatura, más incluso que la señora magistrada.
Me impresiona el contraste que supone comprobar, prácticamente en cada noticia que he leído, que enumeran y argumentan los peligros a los que se enfrentaba ese bebé por la decisión de su madre de parir en casa, pero no he conseguido encontrar medios que informasen de la atención profesional que iba a recibir, salvo que la atendía una “matrona privada”. Por otra parte, y para ser justos, también podrían mencionar los peligros a los que se enfrentaría igualmente en el hospital.
Me sorprende asimismo no encontrarme escenas por las calles del tipo: agentes de la autoridad deteniendo a mujeres embarazadas a las que han pillado fumando un cigarrillo o tomando una cerveza, ya que está demostrado que ponen en riesgo la salud del bebé. ¿Les parecería lógico?
Me choca mucho más comprobar que una magistrada de Huesca decide sobreseer la demanda en el caso de una mujer de 20 años, Testigo de Jehová, que, tras ser intervenida quirúrgicamente, sufrió una peritonitis aguda por lo que el personal médico se vio obligado a inducirle un coma y plantearse la necesidad de realizar una transfusión de sangre. La Fiscalía decidió no intervenir al valorar que la paciente, que se oponía, era mayor de edad y está legitimada para decidir con respecto a los tratamientos médicos a recibir. No me choca esta decisión, sino el contraste con el caso que nos ocupa, puesto que en el primer caso existe un “aumento del riesgo”, mientras que en este último la vida de la paciente estaba en juego, habiéndose recuperado, por cierto, “milagrosamente” de forma espontánea, tras dos semanas en coma y sin realizar finalmente la citada transfusión.
En definitiva, y volviendo a Oviedo, creo que es un caso que, cuanto menos, nos llama a cuestionarnos, y no a cuestionar a quién “presuntamente” (ya que hay una nueva demanda interpuesta esta vez en sentido contrario) ha sido una víctima más de la violencia obstétrica en nuestro país.
El parto
Como mencionaba inicialmente, continuaré compartiendo mis vivencias como padre en este sentido, y es que lo siguiente a escuchar los comentarios de mis compañeros por las “vacaciones que me iba a pegar” fue comprobar que el mundo de la ginecología, el embarazo y el parto, totalmente desconocidos para mí, también ha sido usurpado a la mujer, quién ya no decide cómo y cuándo parir, que de eso saben mucho más los protocolos de los hospitales, poco actualizados en algunos casos, como probablemente los ginecólogos que los escribieron en su día.
Descubrí que este es un ámbito en el que ya hay mucho escrito, investigado y trabajado por muchas mujeres que luchan por cambiar esta realidad, cada vez con más éxito, a través de asociaciones tales como El Parto es Nuestro o la comunidad de mujeres clínica Nashim, en Málaga. Por cierto, mi conocimiento de estas luchas, vino como no podía ser de otro modo, de la mano de mi compañera, mucho más informada que yo y que, lógicamente, ha redactado conmigo este artículo.
Ajustándonos al orden cronológico de atenciones recibidas, debería mencionar cada visita al ginecólogo/a siendo atendidos/despachados con la misma eficacia, pero más demora, que en la charcutería y con mucha menos amabilidad, donde va a parar, consiguiendo el récord de no ser mirados a los ojos en toda la cita por el ginecólogo de turno. Llamadme quisquilloso… O las estupendas y divertidas esperas para los monitores en las claustrofóbicas “salas de hacinamiento” donde coincidían hasta quince embarazadas, aunque prefiero no alargarme en esta parte que, por desgracia, todas las personas sufrimos en otros servicios prestados por nuestra recortada sanidad pública.
Me limitaré a resumiros todo este largo proceso en el momento culmen, que es el parto, en el que nos tocó, seguir las indicaciones de un señor, que debía haber estudiado tanto y parido tantas veces que era capaz de cambiar las reglas de la gravedad, corrigiendo impetuosamente a mi compañera cuando esta se posicionaba en cuclillas y exigiéndole que se tumbara, aún a riesgo de que el pequeñín saliese disparado por el tobogán natural que es la pelvis de la mujer, siempre y cuando, repito, se alteren las normas de la física.
Ironías aparte, de entre todas las faltas de respeto y prácticas de riesgo que puedo recordar, y tratando de enumerarlas desde el principio, podría empezar por el desdén con el que nos trató el primer profesional diciéndonos que no nos mandaba a casa porque se la veía sufrir mucho, pero que no estaba para parir- A continuación pasaron a monitores impidiéndome acompañarla, sin explicación y de malos modos. Desde fuera pude escuchar como le echaban la “regañina” porque o se tumbaba o no se los podía poner, que traducido correctamente es: túmbate que para mí es más cómodo.
Pudimos respirar cuando nos subieron a la habitación, ya que la enfermera que nos atendió era un amor y se preocupó por que el entorno fuese adecuado, y transmitió la seguridad y tranquilidad que mi pareja y yo necesitábamos en esos momentos.
Tranquilidad que se esfumó en cuanto bajamos a paritorio. Me cuesta narrar con claridad a partir de ese momento, ya que todo fue confusión, sufrimiento y falta de información. Por allí pasaban todo tipo de profesionales cada vez distintos; pasaban a mirar, a hablar con quienes estaban dentro y otros, supongo, pasaban para que no nos acostumbrásemos a tener intimidad.
Cada poco tiempo, el matrón primero y después la matrona (cambios de turno) le practicaban un tacto, práctica innecesaria y que aumenta el riesgo de infecciones, tras el cual nos informaban de lo bien que iba todo. En una de estas exploraciones y, sin preguntar ni pedir consentimiento, le rompieron la bolsa, para “acelerar”, que se ve que ya estábamos poniéndonos pesaditos. A partir de ese momento el dolor se hizo insoportable y pidió que le pusieran la epidural.
La anestesista tardó dos horas en llegar con el pretexto de que era la única para toda la sección de obstetricia. Me volvieron a pedir que me marchase, protocolo, para posteriormente pedirme que entrase e informarme que no consiguen ponérsela y que la médico se tiene que marchar, que la reclaman en otros paritorios, pero con la cinematográfica promesa de que volverá. Pude contarle en la espalda catorce puntitos o intentos de inyectar la dichosa epidural y no, no es exageración andaluza.
En la prometida vuelta de la anestesista, esta cambió de opinión y decidió que mejor me quedo para apoyar a la mamá. Al parecer ese apoyo no lo necesitaba antes. Finalmente consiguieron ponerle la anestesia que actuó en pocos minutos, suspendiendo la situación en un estado de calma sospechosa, el tráfico de profesionales se intensificó coincidiendo estos en mirar con preocupación las pulsaciones del bebé e insistirnos en que aprovechásemos para dormir un poco.
Solo un matrón (palabra que por cierto, no reconoce el corrector) hizo algo diferente, que fue pedirle a mi pareja que cambiase de postura para ver si variaban las pulsaciones. Acto seguido, entró una nueva ginecóloga a la que no conocíamos y que se unió a las dos que ya estaban allí y, tras una breve mirada a los monitores y sin dirigirse ni a la mamá ni a mí, dijo literalmente “a quirófano, esto es otra cesárea”, a lo que en seguida otra de sus compañeras repitió “estaba claro, era otra cesárea”. Ni mi pareja ni yo olvidaremos nunca estas palabras, porque “esto” era uno de los momentos más importante de nuestra vida, el parto de nuestro primer hijo.
Tras una brevísima explicación que se limitó a un “hay sufrimiento fetal” se llevaron a la mamá hecha un mar de lágrimas y a mí hecho un mar de miedos y dudas. Literalmente me fueron empujando hasta la sala de espera, sin dejarnos prácticamente despedirnos y repitiéndome que eso era solo un momentito y que me avisarían por megafonía en cuanto terminasen.
Efectivamente fue “un momentito” en comparación con todo el tiempo que estaba durando el parto. Conseguí que me diesen alguna explicación, tras recurrir a un familiar jubilado que trabajaba en el hospital y gracias al que también me dejaron ver, unas horas después, a mi hijo durante unos minutos. Según me dijeron, el niño venía con dos vueltas de cordón que le impedían bajar por el cuello uterino y que le estaban asfixiando, de ahí la bajada del ritmo cardíaco que se podía apreciar en las pulsaciones.
Ignorante de mí… que me lo creí, porque mi pareja, mucho más informada que yo, tenía sus dudas y poco después empezó a decirme que se sentía engañada y que esto no era posible. Fue un proceso traumático, que necesitó de una recuperación
Una nueva experiencia
Mi sorpresa en el embarazó de mi hija, incluso la de mi pareja, a pesar de haberse formado aún más, fue que en cuanto le narramos el parto tanto a la ginecóloga como a la matrona, que esta vez nos preocupamos de buscar y elegir, ambas y sin conocer todos los detalles ni la explicación que nos habían dado en el hospital, coincidieron en que la epidural ralentizó todo el proceso y que el descenso de la frecuencia cardíaca también se debía al efecto de la anestesia.
La reacción de ambas profesionales también fue similar cuando les contamos los motivos que nos dieron en el hospital para la práctica de la intervención, ya que según nos explicaron es prácticamente imposible que un bebé se ahogue con el cordón umbilical puesto que es extremadamente elástico y que, aún en el caso de que esto sucediese, no significaría un descenso de los latidos, puesto que el feto respira a través del mismo cordón.
Debo añadir que el trato por parte de estas dos personas fue totalmente opuesto al anteriormente recibido y esto sumado a que tanto mi pareja como yo estábamos más preparados para el parto de África, se tradujo en que hoy día tenemos un bonito recuerdo del momento: no hubo cesárea, y sí hubo respeto, tranquilidad y mucho amor.
Nunca me había sentido tan engañado, tan utilizado y tan indefenso, ni mi pareja se había sentido tan maltratada como en su primer parto. Jamás hubiésemos podido imaginar que nos engañarían, simplemente, para acelerar un proceso que podía demorar horas y que les tenía ocupado un paritorio, en una noche de agosto, con 24 nacimientos y falta de personal por las vacaciones.
Son unas vivencias que se podían haber evitado, empezando por mí, que podría haberme informado más; y acabando por los famosos protocolos que valoran los números y no tienen en cuenta que esas cifras son personas que sienten.
Como siempre mi intención no es otra que la de compartir mis experiencias para quien le pueda servir de ayuda, para quienes sufrieron una situación similar, no lo dejen estar, reclamen si es reciente y hagan lo necesario para sanarlo, existen expertas que trabajan el cierre del proceso. Si aún no han dado a luz, pero se acerca el momento, espero que nuestra experiencia les sirva para informarse y tomar la decisión de afrontarlo del modo que les genere mayor seguridad, ya que, futuras mamás:
¡EL PARTO ES VUESTRO! Y acompañantes, nuestra participación es indispensable para ayudar, apoyar y, sobre todo, hacer valer las decisiones de la mamá, que estará pasando por uno de los momentos más esperados, únicos y vulnerables de su vida, y que lógicamente no está en la mejor disposición de defender dichas decisiones.
La violencia obstétrica es una forma más de maltrato hacia la mujer, tan normalizada que para la mayoría es inexistente, que nace como fruto de la comodidad y de protocolos sanitarios que tratan el parto como una patología más, en la que se escogen líneas de actuación genéricas y que en muchos casos, lejos de conseguir su objetivo, ponen en riesgo la salud de las madres y de sus bebés. Es por ello que es imprescindible que se visibilice, que nos informemos y que luchemos para que se respete a la mujer en uno de los momentos más importantes de su vida, sin olvidar que el parto es un proceso natural para el que el cuerpo de la mujer está preparado.
Un abrazo y hasta el próximo artículo, que prometo, será igual de reivindicativo y más alegre.